Algo más que la brisa

Por Zuzel Santana Echemendía  Foto: Edelvis Valido

Ya están aquí los dos meses más esperados del año. A partir de ahora, la Isla parecerá más chica y las mochilas desandarán esta nueva geografía de 2012, acortando kilómetros para llegar hasta viejos amores, citas pendientes, familias distantes, promesas inconclusas.

Es el verano que, de cierta manera, nunca nos abandona en este suelo acalorado desde la propia tierra hasta el alma de sus hijos, el mismo que marcará, con lápices y libretas de descanso, una especie de fiesta de la que no somos del todo conscientes hasta que las calles vuelven a quedarse vacías del alboroto infantil y despreocupado.

Y la ciudad, aunque no lo sepa, amanece distinta, como casa de hormigas locas, pero sin la locura, porque la gente cambia y, a su vez, la convierte en otra, menos silenciosa, más enérgica y abierta a soñar.

Los encuentros entre jóvenes se vuelven tan casuales y frecuentes que merecen ser festejados, aunque sea con una buena conversación a la luz de la Luna y guitarra en mano, sin pensar en el bolsillo o en París.

No importa el calor, siempre que sea un buen motivo en busca del mar, cualquier rinconcito de agua u oportunidad de refrescarnos el día, para vivir un poquito más a plenitud, ligeros de ropa, claro, pero, también, de espíritu.

Es precisamente allí, aún en breves instantes, donde el verano cobra ese otro sentido que va más allá de estaciones climáticas y abre puertas y ventanas para que entre algo más que la brisa en nuestros hogares.