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WikiLeaks: sobre la libertad de información y la descontextualización de la historia

Enrique Ubieta Gómez

No vale la pena discurrir sobre las buenas o malas intenciones de quienes nos acercan un trozo de verdad. Agradecer, y punto. La verdad siempre es revolucionaria. En los últimos meses el imperialismo ha quedado al desnudo, en miles de documentos secretos o confidenciales que ha revelado WikiLeaks. Lo que todos sabíamos, y ellos –en una combinación de fuerza cínica--, no negaban, satisfechos de la sospecha que infunde miedo, pero decían: pruébalo. Aquí están las pruebas, aunque traspapeladas en miles de folios y de palabras vacías. Algunos cables muestran que la diplomacia imperial es una combinación de espionaje, chantaje y burdas intromisiones en los asuntos internos de sus “amigos” y enemigos. Otros revelan asesinatos alevosos en Afganistán y en Iraq, y la complicidad de los políticos que se autodenominan demócratas en Europa, con el asesinato y la tortura. Los grandes medios hechos para desinformar sesgan sus contenidos y enseguida empiezan a “olvidarlos”. Por eso, esos cientos de miles de documentos deben conocerse, estudiarse, divulgarse entre nosotros, las víctimas actuales o potenciales. Mientras, la maquinaria trasnacional para la reconstrucción de la noticia selecciona y manipula la información, y luego la entierra, para centrarse en la figura de Julián Assange. Porque la pregunta que se hacen los gobiernos implicados y sus medios no es si el ocultamiento sistemático por un Estado de crímenes impunes es o no es en sí un crimen, sino su absurdo opuesto: si revelar ese crimen es un crimen.

Y es aquí que quiero reflexionar sobre otra arista de un fenómeno, que sigue una línea de comportamiento bien definida desde los años noventa del pasado siglo: la llamada desideologización de la verdad y la mentira, del bien y del mal. Quizás el término no sea exacto, dado que el concepto de ideología acepta varias acepciones. Digámoslo en términos menos confusos: la descontextualización de los hechos históricos. La extirpación conciente de todo sentido opresor o liberador, clasista, en el análisis. De inmediato abro un paréntesis para introducir una afirmación que comparto plenamente: el fin no justifica los medios. Ser revolucionario no es el compromiso con una teoría, sino con una ética (que la teoría si es auténtica respalda), y debe existir siempre una consecuencia entre fines y medios. Los revolucionarios que han violado o confundido su compromiso ético, han dejado de serlo. Por eso es que la verdad es revolucionaria: la verdad y la justicia no pueden ser ajenas. Y no lo son, porque la verdad social no es como la manzana de Newton: no cae irrevocablemente hacia abajo. Todas las supuestas verdades científicas que respaldaron la opresión humana se revelaron como falsas: desde las diferencias raciales hasta el llamado darwinismo social. La verdad social o procura la felicidad humana, o es mentira.

El primer y más abarcador intento postcomunista –para hablar en términos cercanos a los teóricos de la desesperanza--, de borrar todo análisis de contexto, fue la sustitución de conceptos como fascismo o comunismo, por el de totalitarismo. La sustitución de las esencias, por “ciertas” formas. Es lo que nos permitiría decir que en España y en Chile hubo transiciones cuando en realidad, en esos países –momentáneamente vencidos los movimientos de resistencia--, se produjeron simples cambios de forma en la implementación del capitalismo y de su represión interna. Tanto es así, que fueron Franco y Pinochet quienes lo diseñaron. Pero en última instancia el sistema puede prescindir de servidores como ellos. Precisamente, entre los antecedentes de esta posición abstracta hallamos a un magistrado español, ampliamente promovido por los medios: Baltasar Garzón. La orden de detención contra Pinochet durante su paso por Londres, moralmente irreprochable, y ampliamente aplaudida por todos los hombres y mujeres honestos del mundo –para no referirme a la izquierda--, era una acción incuestionable, incluso para una derecha que deseaba deshacerse de su ominoso pasado. La inmediata promoción mediática que tuvo el hecho, ubicó a Garzón como un Superman real, una representación de la Justicia Humana (casi Divina), por encima de tendencias sociales o intereses terrenales. Fijada en la mente de los ciudadanos esa imagen, Garzón entonces continuó su deambular “justiciero” de un lado y del otro del espectro social: contra la guerra sí, la de los invasores y la de los invadidos, la de los opresores y la de los oprimidos. ¿Habría podido Garzón irrumpir en el escenario internacional como héroe si el detenido en Londres no hubiese sido Pinochet, sino Henry Kissinger, al margen de su manifestado deseo de hacerlo? ¿La justicia británica se hubiera atrevido a procesarlo? Los invasores, los opresores, tienen los recursos –la fuerza del dinero, de la prensa y de las armas--, para eludir y enterrar las acusaciones; los invadidos y oprimidos, no. Pero, ¿acaso la actuación individualizada de Garzón no apela a las mismas razones que el Gobierno estadounidense para atribuirse la ejecución de una Justicia supranacional, casi Divina, previa división de la Humanidad en buenos y malos, según sus intereses?

Pasado el torbellino mediático de los documentos imperiales revelados por WikiLeaks, los acusados claman con aparente sentido de equidad: esperamos ahora que aparezcan los documentos secretos de los estados “enemigos”, de los movimientos de oposición al Capital. En un mundo tan brutalmente manipulado, tan orweliano, estos hechos producen infinitas sospechas, y los medios se complacen en divulgarlas también. Los que sospechan –y sospecho que entre estos hay también expertos manipuladores--, suelen considerarse paranoicos adictos a las teorías de la conspiración. Si hubiese alguna porción de verdad en lo que dicen, queda así desacreditada. Pero no se trata de atribuir “malas” intenciones a quienes entienden literalmente –el sistema jamás es literal, recuérdese esto--, los principios de la libertad de información o de la justicia sin fronteras. De alguna manera, los “locos” siempre pueden mediatizarse o en su defecto, enjuiciarse: los individuos son prescindibles. Tan prescindible era Pinochet como Garzón, que no lo dude, si es que quiere de verdad hurgar en el pasado franquista. Que Franco no era chileno, sino español. E igual de prescindible es Julián Assange. La discusión no es si son o no personas sembradas para servir oscuros intereses, eso qué importa, si parten de principios abstractos. Ellos creen en lo que hacen, supongo. Si es sincero, Julián Assange es un kamikaze de la libertad de información, una persona que se tomó en serio un slogan publicitario del capitalismo, que nunca fue concebido para más. Assange y Garzón se parecen más a los héroes de los comics, que a los de las grandes batallas sociales de la historia humana. En un mundo donde los grandes medios existen para construir estados de opinión, y conducir como rebaño a las masas, que Assange crea en la libertad de información parece una locura. Ha sido apresado, por un delito fabricado, creo que de acoso sexual. Hasta una sueca que viajó hace meses a La Habana a entrevistarse con nuestros ilustres mercenarios, aparece como acusadora.

La verdad que han difundido, repito, es bienvenida. Pero los dueños de la pelota y el guante en asuntos de Internet –frase cubanísima, que alude a los niños del barrio que no saben jugar béisbol, pero nadie puede sacarlos del equipo porque son los que aportan los implementos deportivos--, saben cómo revertir el contratiempo, y convertir ese hueco negro de la “libertad de información”, en instrumento manipulador de la verdad. Si los dejamos, claro. Si nos permitimos olvidar los documentos divulgados. Assange y sus seguidores quizás comprendan esta vez que el único proyecto social que necesita la verdad es el socialismo. Que la verdad no es neutra. Y la justicia tampoco.

 

 

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